Para la mayoría de nosotros, apenas entraña dificultad saber cuándo debemos acudir al médico. Sin embargo, seguimos mostrando dudas y reticencias a la hora de dirigirnos a los psicólogo, sobre los que aún parece pesar el apelativo de loqueros. Es por ello que todavía muchos asocian el acudir a un psicólogo con reconocer que se padecen graves desórdenes mentales que no son capaces de controlar y resolver. Otro freno para ir tranquilamente a la consulta del psicólogo es el reparo a comunicar a un desconocido nuestros problemas más íntimos. Mostrarnos tal cual somos, hablar de esas frustraciones, obsesiones, complejos, inseguridades o debilidades que tantos años llevamos ocultando o disimulando, poner en entredicho nuestra fortaleza mental, nuestra sensatez o lucidez, quedando casi a merced de alguien, exponernos al juicio de un especialista -para quien seremos sólo un caso más- se convierte en un duro trance que puede producirnos miedo cuando no terror. Y así, por unas u otras causas, y a pesar de que algo en nuestro interior nos revela que necesitamos ayuda especializada y que contar nuestras penas a familiares o amigos no es suficiente, nos demoramos demasiado en solicitar una cita con el psicólogo y lo hacemos cuando ya no podemos más y los síntomas de sufrimiento, de inestabilidad psicológica, han devenido en pesadilla. Este retraso, que puede suponer varios años e incluso décadas, puede agravar un problema que atendido a tiempo quizá se hubiera resuelto sin mayor dificultad.
Un especialista que puede ayudarnos
Un matiz: en la consulta no es imprescindible abrir nuestra intimidad desde el primer momento; el cuándo y el qué contar al especialista es una opción personal. El ritmo del proceso de esa implicación y sinceridad que se requiere para que el psicólogo conozca las características y alcance de nuestro conflicto interno puede establecerlo el propio cliente, que actuará movido por su necesidad o por la decisión personal de contar al especialista lo que le ocurre. Esta comunicación fértil se produce normalmente en ese deseable clima de confianza y seguridad que surge cuando percibimos que el especialista nos garantiza confidencialidad y comprensión. Y cuando sabemos que no va a emitir, sobre nosotros, juicios que puedan herir nuestra sensibilidad. Las primeras impresiones, como la de haber sido escuchados y respetados y de sentirnos bien atendidos técnicamente, así como la de "conectar" con su forma de ser y con sus métodos y terapias, determinan en buena medida si el paciente optará por ese especialista e, incluso, el éxito del trabajo terapéutico a emprender.El psicólogo es un profesional especializado, un científico del comportamiento humano. Su trabajo lo desarrolla, cada día, con personas que se encuentran en un momento difícil de su vida o que se enfrentan a un problema que requiere el análisis y la asesoría -y a veces, la compañía, complicidad y apoyo- de un especialista. El psicólogo cuenta con herramientas metodológicas y con técnicas para realizar una evaluación, establecer un diagnostico y proponer un tratamiento para abordar los problemas de sus clientes y para ayudarles a entender los motivos de su malestar. Pero estos especialistas de la mente humana no sólo resultan útiles en situaciones críticas; bien al contrario, proporcionan recursos y estrategias para prevenir posibles problemas, y que nos ayudarán a sentirnos más estables y fuertes en el día a día.
El tiempo no arregla nada
Debemos acudir al psicólogo cuando detectamos que uno o varios problemas bloquean nuestra vida inundándola de sensaciones desagradables, impidiéndonos gozar de sus aspectos positivos o placenteros. Por aquello de creernos autosuficientes, pensamos que seremos capaces de "salir de ésta", y que lo que necesitamos es, simplemente, serenarnos y darle tiempo al tiempo. Pero estamos equivocados: el tiempo no arregla nada. Cosa bien diferente es que necesitemos que discurran semanas o meses para ejecutar los comportamientos que nos ayuden a resolver los problemas.
Pedir es tan necesario como dar: forman el anverso y reverso de la misma moneda, que es la vida. No confundamos la autonomía a la hora de gestionar nuestras vidas con la negativa a solicitar la ayuda de otras personas para conducir esas acciones a buen puerto. El psicólogo no es un brujo que cura los males de nuestra psique, sino simplemente un experto en salud mental que actúa como asesor y acompañante y que intentará ayudarnos a que consigamos (siempre por nosotros mismos y desde nosotros mismos) las deseadas seguridad y estabilidad, propiciando un mejor discernimiento en la búsqueda de soluciones y potenciando nuestra autoestima.
Debemos acudir al psicólogo cuando...
- Sintamos que la tristeza, la apatía y la falta de ilusión empiezan a agobiarnos y a emitirnos el siempre equivocado mensaje de que nuestras vidas carecen de sentido.
- El negro o el gris tiñen frecuentemente nuestros pensamientos y nos vemos incapaces de encontrar algo positivo en nuestras vivencias cotidianas.
- Todo a nuestro alrededor lo percibimos amenazante y nos sentimos solos, incomprendidos o desatendidos.
- Pensamos que la desgracia se ha cebado en nosotros y comenzamos a asumir que todo nos sale mal y que las cosas no van a cambiar.
- Estamos atenazados por miedos que nos impiden salir a la calle, relacionarnos con otras personas, permanecer en un sitio cerrado, hablar en público, viajar, etc.. Es decir, cuando el temor o la inseguridad nos impiden desarrollar nuestras habilidades y disfrutar de personas, animales y cosas que nos rodean.
- La obsesión por padecer graves enfermedades o contagiarnos de ellas nos lleva a conductas extrañas y repetitivas, de las que no podemos prescindir sin que su ausencia nos genere ansiedad.
- Nos sentimos "con los nervios rotos" y casi cualquier situación hace que perdamos el control y sólo sepamos responder con agresividad o con un llanto inconsolable.
- Nos damos cuenta de que fumar, beber o consumir cualquier otra droga, apostar..., se ha convertido en una adicción de la que no sabemos salir y que genera perjuicios importantes en nuestra vida o en la que de quienes nos rodean.
- El estrés empieza a mostrarse a través de sus síntomas psicosomáticos: insomnio, problemas digestivos, cardiovasculares, sexuales......
- La ansiedad es una constante diaria, que impide la estabilidad y serenidad necesarias para mantener un pensamiento positivo, una conducta tranquila y el goce de los pequeños placeres cotidianos.
- Los silencios, los desplantes o los gritos sustituyen al diálogo, y los problemas de comunicación enturbian nuestra relación con los demás.
- Las dificultades sexuales afloran y vivimos la angustia que causan la impotencia, la falta de deseo o de sensaciones eróticas y, sobre todo, la imposibilidad de gozo y comunicación con la persona destinataria de nuestro amor
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